Hay algo que deseo decir, porque no sé si han reparado en ello, pero
sobre todo porque cuando los veo, jugándose la vida sin saberlo, se me ponen de
punta los pocos pelos que me quedan. Me refiero a los niños con bicicletas
inmersos en el fárrago de tráfico ciudadano, en ese ingente lío en el que hay
colisiones, abolladuras y malos tratos diariamente, donde el que más y el que
menos se salta los semáforos en rojo, sin que pase nada, o no respeta las
preferencias del otro, sin que tampoco pase nada en cuanto a multas, pero que
pasa, en un caso y en otro, en cuanto a encontronazos más o menos graves. Estos
pequeños, tan indefensos, que se aparecen con sus bicicletas por cualquier
lado, sin respetar tampoco las señales o las direcciones prohibidas, o girando
donde menos uno lo espera, o lanzándose desde el acerado a la calzada con su
frágil vehículo, sin reparar si viene otro que los pueda llevar por delante.
Ellos no respetan el código de circulación, porque no lo conocen, los otros
porque lo conocen de sobra, pero llevan prisas.
Yo no sé qué habría que hacer con estos pequeños, porque fiar a los
padres a que les aleccionen, creo que está más que dicho una y otra vez. Lo
cierto es que para conducir una bicicleta no hace falta carnet de clase alguna,
ni hay limitación de edad y estos pequeños ciclistas, que deberían tener un
parque para sus ejercicios, están jugando inmersos en lo más peligroso del
tráfico ciudadano y, con la versatilidad de reacciones que tienen los niños,
igual frenan ante un vehículo que los puede llevar por delante, que adelantan
por la izquierda, que atraviesan cuando no deben, o aparecen por direcciones
prohibidas cuando menos lo esperas.
No hay razón para obligarles a saber el código para montar en
bicicleta, pero sí para que vayan a sitios menos peligrosos a jugar con ellas.
Diario HOY, 31 de agosto de 1986
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