Yo me crié en una España tercermundista. En mi infancia había por la
calle el gitano o el húngaro (que luego no lo era), que llevaba una cabra que
hacía equilibrio sobre un tocho de madera, y un burro que contaba con la
cabeza; hasta recuerdo los nombres: “la
cabra Lola y el burro Basilio”. También llevaba un mono y en algunas
ocasiones traían hasta un oso. No había confort en aquella España de mi
infancia, eso vino después. Lo que sí había era niños en edad escolar tocando
la trompeta y haciendo títeres por la calle, para después pasar la gorra,
porque ellos vivían algo peor que nosotros. También había familias de pedigüeños,
con niños o sin ellos, que por las mismas causas limosneaban en la calle y en
las puertas de las iglesias, y mendigos conocidos como el ciego Simón, porque
entonces no se había inventado la ONCE. Aquello era entrañable, pero incómodo y
visto a partir de los años 60, como una pesadilla que deseábamos no volviera.
Cito lo del año 60, simplemente porque el desarrollo llegó a partir de
esos años (no voy a decir de manos de quien, porque eso parece molestar a
algunos, ni importa ahora) y desaparecieron los más pobres porque todos tuvimos
un poco más y no había necesidad de la cabra, el burro y el oso, ni de que
niños en edad escolar tocaran la trompeta por la calle, ni de que familias
enteras, con cartel incluido, se arrodillaran en los paseos para pedir una
limosna. Todo ha vuelto en nuestras ferias, posiblemente como rememoración del
pasado, porque al decir de los políticos actuales estamos mejor que estábamos,
pero usted y yo sabemos que eso no es verdad del todo, y nos dejamos engañar,
aunque veamos que el tercermundismo vuelve a invadirnos de nuevo.
Y le confieso una cosa: cualquiera pensaría que a mí me agrada esta
vuelta por recordarme mi infancia, pues no señor, yo prefería no haber vuelto a
estas recordaciones.
Diario HOY, 5 de junio de 1986
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