Bien está que a las cosas se les quite importancia cuando el dársela
pueda acarrear peores consecuencias, pero hay que explicarlas ampliamente, una
vez que ese peligro ha sido conjurado. Decimos esto porque al incendio forestal
de Guadalupe —al que se les restó importancia cuando se producía, por evitar
una “estampida” de gente— debe dársele ahora toda la dimensión y la explicación
necesaria si, como se ha dicho, ha sido provocado y se ha apresado a los
insensatos que lo encendieron. Las cosas no se evitan restándoles importancia,
sino dándole la que justamente tienen.
En una concentración de 60.000 personas (como se ha dicho) o algunas
menos que pudiera haber, las consecuencias de un incendio en un sitio donde son
escasos los lugares para evacuarlas rápidamente ha podido acarrear una
desgracia a toda Extremadura. Si en aquellos momentos hubiera cundido el pánico
no hubiera hecho falta fuego alguno para que allí hubieran podido morir,
pisoteadas o atropelladas, un montón de personas. Esto no lo podemos negar, ni
disimular, por quitar importancia a esa verdadera acción terrorista que supone
el encender un monte donde hay miles de personas en su alrededor.
No sé quiénes son los pirómanos, pero creo que se merecen un castigo
ejemplar si no queremos que todo esto siga a peor y la próxima vez, los
pirómanos, lleguen a atreverse a incendiar la propia barba de Juan Carlos
Rodríguez Ibarra, nuestro presidente. Las cosas hay que tomarlas en serio,
cuando el asunto requiere seriedad, y no andar restando importancia a lo que
realmente la tienen.
De todos modos habría que meditar seriamente si el concentrar tanta
gente en un sitio “cerrado” por monte
y arboleda y con pocos lugares de evacuación no tiene más peligros potenciales
de los que nos podemos imaginar.
Diario HOY, 13 de septiembre de 1986
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