En la evolución lógica del tiempo unas cosas hemos ganado y otras
hemos perdido. Esto, sin duda, sucede también en el panorama ciudadano, donde
se ha perdido una tradición que por estas fechas traía de cabeza a chicos y
grandes, como era la del borreguito pascual del Sábado de Gloria.
La evolución del método de vida, la de la vivienda y aún la del
progreso, han dado al traste con estas tradiciones, aunque —justo es
reconocerlo— nos hayan traído muchas cosas buenas.
Yo todavía alcancé a vivir ese Cáceres más rural del que procedemos,
donde en la Pascua de Resurrección el mejor “juguete” que podía darse a los niños, un juguete vivo, era el
comprarles un corderito pascual. Centenares de borregos se vendían a las
familias en Cáceres para que los niños jugaran con ellos durante estos días de
Pascua que preceden a alguna romería, que solía poner punto final a la vida del
animalito, con lo que de forma figurada se llamaba ponerle el “collar colorado”. En la capital la
romería, donde se consumía como plato base del frite estos corderos, era la de
la Virgen de la Montaña, pero mientras tanto las calles de Cáceres se
convertían en un juego vivo de carreras de borreguitos que se escapaban y niños
que los perseguían, o bien en la práctica de sacarlos diariamente al campo para
que pastaran. Eran unos días de romería común en los que las familias convivían
unos con otros y en la que por las calles los vendedores aún pregonaban: “¡trébol “pa” los borregos!”,
ofreciendo, a cambio de poco dinero, manojos de este alimento borreguil
sumamente buscado.
Comenzaba todo el Sábado de Gloria. Los rediles con los puestos de
venta de borregos se instalaban en la Plaza de San Juan y allí acudíamos los muchachos
y los mayores para comprar el borrego. Este animal tenía una especie de “carnet” de circulación, mediante una señal
de pintura, que a cambio de un impuesto le ponía el fielato del Ayuntamiento,
pudiendo circular libremente por las calles hasta el domingo de la Montaña. La
mejor hazaña era conseguir que el borrego marchara detrás del dueño,
cabestreara, como solía decirse, y para ello se le daba pan con sal, aunque no
siempre se lograba que lo hicieran, con lo que los sustos de perderlo y las
carreras eran continuas. Ni que decir tiene que aquel Cáceres era un Cáceres
casi sin vehículos, no sé si mejor o peor que éste, pero de todas formas
diferente. Hoy día de todo aquello no queda más que el recuerdo y el gusto de
contar algo que en la actualidad puede hasta no creerse.
Diario HOY, 5 de abril de 1983
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