Los hombres sencillos, los hombres de la calle, en estas fechas
tenemos que creer en algo con la misma ingenuidad infantil de los niños,
ingenuidad que no debe abandonarnos del todo a lo largo del resto del año, como
puede ser la carta a los Reyes magos: Melchor, Gaspar y Baltasar. Yo diría que
para muchos, nos han quedado sólo dos sitios a donde acudir: a los Reyes Magos
y al Defensor del Pueblo, al que vemos como una especie de rey mago de diario
que estará allí para oír nuestras quejas y, como Melchor, Gaspar y Baltasar,
comprobar si hemos sigo buenos o malos y si merecemos regalos o carbón, riñas o
aplausos, porque el hombre sigue añorando eso que se llama comprensión de los
demás.
No nos damos cuenta que nos hemos fabricado un mundo en el que cada
cual expone lo suyo esperando la respuesta del otro que no llega porque el otro
suele tener ese mismo problema, por lo que los únicos que parecen escucharnos
son los Reyes Magos y el Defensor del
Pueblo al que me imagino como el cuarto mago que, en vez de tener el teléfono
de la Esperanza, suele tener la estafeta de ella.
Pero todas estas ingenuidades tienen también su quiebra o su
transformación dentro de la sociedad de consumo en la que nos movemos y en la
que comienzan a sustituirse a nuestros viejos Reyes Magos, juzgadores de
conductas y premiadores de ellas, por Papá Noel, que está en las calles
saludando a todos, dándoles caramelos y hasta haciendo publicidad en los
grandes almacenes. Me cae también simpático, pero menos que nuestros Reyes
Magos a los que considero mucho más democráticos que Papé Noel que no se para a
escuchar ni juzgar a nadie, se toma su copa, da un regalo a cambio y sigue con
su rollo. Nuestros reyes no: Melchor expone un problema de conducta del
comunicante y entre los tres, mediante votación, deciden lo que se merece:
carbón o regalos. Por eso, aunque no existan, habría que inventar a los tres
magos, como se inventó al Defensor del Pueblo.
Diario HOY, 3 de enero de 1986
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