También como las personas, los pueblos nacen, viven y mueren, aunque
algunos tengan una larga agonía más desoladora que la propia muerte. En
Extremadura tenemos una larga lista de pueblos muertos o que están a punto de
morir y hasta a alguno tratamos de resucitarlo, como sucede con la vida misma
de los hombres. Otros cayeron definitivamente y sólo están en el pensamiento de
la historia de los hombres, señalados si acaso por un montón de piedras.
Podrían ser pueblos a los que mató la historia, como Cáparra, Valparaíso,
San Gregorio y otros tantos de los que se cuentan viejas historias, para
justificar sus muertes: que los invadieron las hormigas, que fenecieron con una
guerra, que una epidemia se llevó a sus vecinos, etcétera.
En los alrededores de Cáceres, hay otros pueblos de este tipo
fallecidos casi recientemente, como podría ser Zamarrilla, cerca de Valdesalor,
muerto no se sabe de qué, porque en estos casos no hay médico que certifique y justifique
su muerte; o bien, Arcos, cerca de Cañaveral, muerto por inanición y hay otros
asesinados brutalmente, como podría ser Talavera la Vieja, ahogada en las aguas
de Valdecañas, o Granadilla comprado por una compañía particular, que no deja
que lo visiten sus vecinos, mientras se le inyecta para resucitarle no sabemos
a qué nueva vida.
Pero para mi, no es lo malo los pueblos que más o menos murieron en
medio del dolor de sus deudos, sino los que ahora agonizan, comidos por el cáncer
de la emigración o por no saber cómo les van a “alimentar” sus vecinos, como podrían ser muchos de los nuevos de
colonización y otros muchos a los que vemos demacrarse y morir lentamente. Yo
no tengo la solución pero se me ocurre que podríamos hacer, al menos, un
monumento a los pueblos extremeños, caídos por el progreso, muchas veces de
otras regiones ajenas a la nuestra.
Diario HOY, 3 de septiembre de 1984
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