Hace ya tiempo, cuando las cosas estaban de otro modo y no era
peligroso permanecer en las guardias nocturnas de las farmacias, principalmente
en tiempo de verano, me agradaba ir a hacerle la rebotica a un amigo mío
farmacéutico, persona agradabilísima con la que se podía hablar de lo divino y
de lo humano que, aparte de hacerme pasar muy buenos ratos con sus ocurrencias,
me agradecía la compañía. Mi amigo el boticario en cuanto a lo físico era
persona calva, con una calvicie heredada de sus mayores —ya que dicen que estas
cosas se heredan—, calvicie que no ocultaba a nadie, con peluquín u otros
aditamentos, y de la que presumía desde sus años de estudiante, diciendo de sí
mismo que no tenía un pelo de tonto.
Estando en una de estas guardias entró un cliente, incipientemente
calvo, que le demandó algún producto para la caída del cabello y le preguntó si
había algo efectivo para que volviera a brotar el pelo, ya que había oído o leído
que no sé qué propaganda que así lo prometía y hasta le enseñó algún recorte de
periódico que indicaba un determinado producto para ello. Mi amigo el
farmacéutico le miró muy seriamente y mostrándole su propia cabeza le preguntó
a su vez: “¿Cree usted que si en la
farmacia tuviéramos algún producto efectivo iba yo a tener la cabeza como la
tengo?”. En definitiva, que el cliente, con cierta desilusión, le agradeció
la sinceridad y se marchó.
Pues bien, esta anécdota, que puede parecerles tonta, me vino a las
mientes cuando días atrás, en la pantalla de televisión, veía a la doctora
rumana Ana Aslan, especialista en sueros, tratamientos y consejos para no
envejecer, hablarnos de las excelencias de sus productos y de las muchas
experiencias que había realizado con los mismos. Si Ana Aslan hubiera sido una
quinceña, yo hubiera creído en su palabra, pero resulta que su estampa no es la
de la juventud precisamente y ello me hizo recordar al boticario de mi cuento.
Diario HOY, 8 de septiembre de 1984
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