La humanidad ha estado “pachucha”
siempre y por ello ha tenido mucha fe en los reconstituyentes curalotodo,
habiendo tenido cada época sus modas en estas panaceas que han ido
evolucionando con el tiempo, pero que en cada momento popularizan un producto.
Cuando uno era niño recuerda la cantidad de “ferroquinas”, inyecciones de “cacodilato”
y “ceregumiles” que le arrearon para
el colegio, con la lógica protesta del infante por la incomodidad del pinchazo
o los malos sabores de los productos. Pero no había más remedio que tomarlos,
porque las modas médicas —que las hay como las otras— lo imponían así hasta que
el curalotodo de turno era sustituido por algo más nuevo y con más garra.
En la época más antigua que yo he conocido, lo que estaban en moda
eran las “emulsiones” de diversas
marcas, de las que se decía que ponían a los niños hechos unas rosas y a los
mayores fuertes como toros. Tras ello, ya en mi niñez, la moda fue el aceite de
hígado de bacalao del que no había forma de escaparse por mucho que llorara y
pataleara el infante al que, si era preciso, se le agarraba y se le tapaba la
nariz, haciéndole sufrir por su propio bien.
Luego vino lo del hongo cultivado en té, del que no había forma de
escaparse, y que alcanzó tal popularidad que no había casa en que no estuviera
y hasta se ofreciera a los amigos. Esto duró bastante y pienso yo que si alguna
ventaja tuvo fue la de la fe en sus propiedades, porque la fe mueve montañas. Y
pasó lo del hongo y llegó, con la misma fuerza popular, lo de la “jalea real” que debió curar a muchos “pachuchos” imaginarios, como creo que
curaron todos los productos nombrados. Ahora la moda es lo del polen que tiene
una infinidad de propiedades curativas y el lógico mal sabor que requieren
estas cosas.
¿Sirve el polen?, haría de preguntarse, y a mi juicio la respuesta es
que servirá según la fe que pongamos al tomarlo.
Diario HOY, 8 de junio de 1984
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