Ustedes me van a permitir que cierre a “ventana”, por corto tiempo, porque me voy unos días de vacaciones
y, la verdad, que con el tiempo fresquito que nos venimos disfrutando, uno no
sabe si va a invernar o a veranear, por lo que no me atrevo a decir veraneo,
sino vacaciones que siempre vienen bien para el relajo, haga frío o haga calor.
En esto de las vacaciones ha habido siempre modas, y así, como ahora
esto de salir unos días con permiso, en estas fechas, implica lo que los castizos
suelen llamar “ligar bronce”, no
siempre ha sido así. Ahora, las vacaciones son multitudinarias y a sitios donde
haga calor para que apetezca el baño, pero esto es relativamente nuevo, porque
nuestros padres, los que veraneaban—, ya que no todo el mundo podía hacerlo—
elegían sitios fresquitos en los que el baño era secundario y aún solían
pasarse las vacaciones sin mojarse siquiera los pies. El mar era para verlo,
pero no para meterse en él. Son las nuevas generaciones las que descubrieron
que el baño en el mar era apetecible, aunque implique el lógico calor ambiental
para realizarlo.
A mi modo de ver esa fue la consecuencia de cambiar las antiguas
vacaciones al Norte, por las del sur. Los cacereños ricos de aquel entonces
solían ir a Santander o San Sebastián; los menos ricos de clase media, elegían
lugares más baratos, pero también al norte, como podrían ser las playas
portuguesas de Figueira y de Espiño, pero unos y otros no pensaban ni por asomo
en meterse en el agua, sino ver el mar, vestidos con algún traje fresco de
entretiempo, corbata clara, “canotier”
de paja (que era el signo veraniego por excelencia) y bastoncito de junco.
Luego había el casino, las tertulias, las terrazas y los lugares de convivencia
social a los que se ceñía el veraneo.
La moda posterior, la actual de meterse en el agua y tumbarse al sol
casi sin ropa, implica —como los toros— calor y moscas, y eso es lo que temo
que no vamos a tener en este primer turno.
Ojalá me equivoque, y hasta pronto.
Diario HOY, 1 de julio de 1984
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