Como tantas otras cosas en Cáceres, el Paseo Alto tiene un nombre
antiguo y otro moderno —aunque no sea tan moderno—. Porque, si no lo saben
ustedes, el nombre “oficial” del Paseo Alto, aunque todos sigamos llamándole
Paseo Alto, es “Paseo de Ibarrola”.
Sucede aquí, y yo creo que en todos lados, que contra lo popular no
puede irse, y que si a una calle el pueblo la nombra de un modo, no sirve el
que oficialmente nos empeñemos en nominarla de otro, porque el nombre no
arraigará. Yo no sé si la célebre y típica “calle Caleros” ha tenido algún otro
nombre, pero de nada hubiera valido
ponérselo, porque para todos los cacereños seguirá siendo la “Calle Caleros,
como seguirá siendo “Calle Pintores” la de los comercios de Cáceres, aunque se
haya llamado de infinidad de modos entre los que recordamos: Alfonso XIII y
Generalísimo Franco, que es como oficialmente se llama ahora, pero para Cáceres
seguirá siendo Pintores, que por cierto es una designación tan antigua que
cuando llegó Felipe II a nuestra villa camino de Portugal la crónica dice que
entró en ella, montado en una mula por la calle de Pintores… Pero no es éste el
caso.
El caso es que el jurista y hombre popular que fue en Cáceres don José
de Ibarrola, siendo ya anciano gustaba de ir a pasear —y tomar aire puro— al
Paseo Alto y se dice que no faltaba un día a él, lloviera o tronara, por lo que
un ayuntamiento de aquel entonces, antes de morir Ibarrola, nominó este paseo
con su apellido, en un homenaje al que había sido destacado jurisconsulto y
amenísimo y festivo escritor entre otras cosas. Por cierto, Ibarrola, del que
en tradición oral se conservan cantares y versos ingeniosos, publicó poco, al
menos firmado. Sé que fue director de la revista literaria “Cristal”, colaboró
en otras publicaciones, pero libros sólo le conozco uno al que por su largo
título todo el mundo le llama simplemente “El libro de Ibarrola” y en él se
contienen, narrados con soltura y amenidad, casos jurídicos y literarios de
gran garra. La lástima es que no se hayan conservado sus “chascarrillos”, que
hacía en verso para una tertulia a la que asistía en la botica de Boaciña, pero
se dice que “como se metía” —con salero— con el todo Cáceres de aquel entonces,
él tenía buen cuidado de, tras leerlos a los contertulios, hacerlos añicos y
guardárselos en un bolsillo, no fuera a ser que los publicaran, creándole
incomodidades.
Diario HOY, 23 de enero de 1982
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