En estos tiempos de apertura y reforma, nos parece muy bien que se
trate de reformar, en cierto modo, la burocracia, porque tenemos que reconocer
que, siendo necesaria, se nos ha quedado anticuada. Dicen que la burocracia
española la inventó Felipe II para que, los que dirigían escritos al Rey o a
algún estamento de la administración, tuvieran una especie de modelo al que
atenerse y agilizar así el trabajo de los funcionarios que tenían que analizar
las peticiones que en aquellos escritos se hacían. Por ejemplo, en las
solicitudes, había que poner los datos personales del solicitante, sacar a un
lado la palabra “Expone” y a continuación decir de qué se trataba para terminar
con la “súplica” que debería ser una síntesis de lo que se pedía, y terminar
con unas fórmulas hechas como eran: “No duda alcanzar del justo proceder de
V.I., cuya vida guarda Dios muchos años…, etcétera, etcétera.” Lo que pasaba es
que estos sistemas burocráticos acabaron siendo un “corsé” en el que los
razonamientos se exponían mal o de una forma larguísima que acababan aburriendo
a cualquiera, o bien, por el contrario —tomando el rábano por las hojas— se
rechazaban solicitudes por no ajustarse al modelo oficial, cuando lo importante
debería ser el contenido y no la forma del “continente”, porque no importa
tanto el haberse olvidado de un V.I. y poner un “usted”, para que lo justo o no
de la petición fuera atendida o rechazada. Ahora algunos organismos, viendo que
esto es anticuado, han hecho algunas reformas que “encorsetan” aún más la
posible petición, no quedando casi espacio para la exposición y la súplica, con
lo que al tratar de agilizar ha quedado más burocratizado el sistema. Es, si se
quiere, un movimiento pendular con el que nos hemos ido de extremo a extremo,
cosa que tampoco es justa.
A este respecto se contaba un chiste que viene como anillo al dedo, y
que brevemente trataremos de narrar: Cuando los sucesos del Congo, hubo un
misionero que preparó un informe para presentarlo al Santo Padre con el fin de
que tuviera conocimiento de los padecimientos que en aquella nación venían
sufriendo los religiosos. El informe tenía más de 50 folios, pero hubo de pasar
de un secretario a otro y todos le decían al misionero: “tiene que sintetizarlo
un poco más”. El misionero quitó lo que pudo, pero se le exigía más brevedad y
total que, cuando llegó a la audiencia con el Pontífice, sólo le dejaron decir:
“Papa, pupa”…
Yo no sé si con la reforma que se trata de introducir en la burocracia
llegaremos a esas exageraciones, pero desde luego habría que huir de ellas.
Diario HOY, 19 de noviembre de 1981
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