Prácticamente, no sólo por fechas, sino por climatología, estamos
totalmente inmersos en el verano, ese verano de Extremadura, que es menos
verano desde que se inventaron las neveras, los acondicionadores de aire, los
cuartos de baño y las piscinas (públicas o privadas). No es que yo añore los
viejos veranos de botijo y colchón en el balcón en las largas y pesadas noches
estivales; o el dormir en las eras, si es que de poblaciones rurales y
campesinas se trataba. Lo cierto y verdad es que de aquellos antiguos veranos
nos quedan cuatro días de calor, paliado por los inventos citados y el cantar
de las chicharras en las siestas y de los grillos por la noche.
Lo malo de todo esto es que los hombres, con esas comodidades cada día
más sofisticadas, nos estamos apartando tanto de la naturaleza que parece que
no somos ya animales de ella (racionales,
pero animales al fin).
Los jóvenes sordos
Es curioso el ver que la mayoría de los que frecuentan el campo, lo
hacen acompañados de un transistor, para seguir oyendo el partido, o el “chin chin” musical, que es droga sin la
que no pueden vivir muchos de nuestros congéneres. Yo creo que muchos de los de
nuestras jóvenes generaciones se nos han quedado sordos por el exceso de ruido
de las discotecas y no pueden vivir sin la droga del ruido, encontrándose como
náufragos en el campo, si es que no están ayudados por la ortopedia del
transistor, el tocadiscos, el televisor portátil a toda mecha y perecerían si
se los condenara, aunque sólo fuera a vacaciones, a escuchar sólo las
chicharras y los grillos. Así pasará que en las playas más frecuentadas habrá un
exceso de estos ruidos habituales, necesarios para que al hombre actual no le
entre el “mono” de la abstinencia, si
le dejamos solo con el ruido de las olas y la naturaleza.
Diario HOY, 23 de junio de 1987
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