No sé si fue Pons o alguno de los muchos viajeros clásicos que
recorrieron nuestra tierra y escribieron sus memorias, el que dice que el extremeño
en general odia los árboles y los maltrata o arranca, sin pensar en las
funestas consecuencias que la desertización puede acarrear a sus tierras. La
observación es muy aguda y aún hoy en día ese odio concentrado a las especie
arbóreas sigue existiendo entre nuestros paisanos y convecinos, a todos los
niveles. Se da el caso de que, desde los mismos ayuntamientos, se decretan
arrancados de árboles, por aprovechar la tierra que hay bajo ellos o por
realizar algún cultivo de dudoso futuro.
Históricamente, en algunos momentos, eso fue necesario, aunque no lo
fuera el abuso. Por ejemplo, las llanadas entre Cáceres y Trujillo, que se
desmontaron hace siglos, se hicieron, al parecer, para la siembra de cereales
que eran entonces necesarias, pero no se volvió a intentar poner ni un árbol
más, sino que parece que nos encontramos muy a gusto en los paisajes
desérticos, sin ninguna protección de las arboledas. Esto sin duda se mama,
como suele decirse, y estamos hartos de ver a muchos padres y madres que hasta
ríen la travesura de sus retoños cuando tronchan un arbolito. Ese niño, al
crecer, no tendrá respeto alguno a sus convecinos de la especie vegetal y los
tratará como si no fueran seres vivos. Por ello, tenemos que aplaudir la
actitud de los ayuntamientos cacereños que han llegado a hacer una ordenanza
por la que, el que tiene que “matar”
un árbol por necesidad ha de comprometerse a plantar tres o cuatro árboles más,
ordenanza que no es nueva porque ya la aplican hace siglos en Elche, con las
palmeras, pero que puede crear una mayor conciencia de conservación y respeto a
nuestros hermanos los árboles, dicho sea sin las falsas beaterías políticas de
“los verdes”.
Diario HOY, 13 de agosto de 1987
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