(Incluida en el libro
“Ventanas a la Ciudad”)
Ahora que los estudiantes y las propias familias están con los apuros
de los exámenes, y en la repesca de alguna asignatura que como escurridizo pez
se escapa al educando, me viene el recuerdo del viejo Instituto de
Bachillerato, que ahora se llama “El
Brocense” y entonces no se llamaba de modo alguno, aunque a mi modo de ver
—y que me perdonen los de ahora— tenía más personalidad. “Pecés” los había entonces, como los hay ahora, entre los que fuimos
alumnos del mismo, pero se me antoja que la personalidad de aquel profesorado era
de primera clase, quizás porque en un Cáceres más pequeño todo tenía mayor
trascendencia. Yo no sé si alguien ha escrito la historia de nuestro primer
Instituto de Enseñanza, o va a escribirla, pero creo que aquella “fauna” de profesores que los de mi generación
conocimos, bien merecía el ser reseñada. Como rememoración a los de entonces,
voy a recordarla con los motes y triquiñuelas que les asignábamos los alumnos.
Vaya por delante el afecto que yo he tenido a todos estos profesores.
Uno de los que nos impresionaba, por su florida barba y sus muchas
carnes, era el profesor de Geografía, don Arturo García y Merino, al que por
esas circunstancias le llamábamos de mote “Boliche”
y hasta nos permitíamos la licencia de cantar —cuando él no podía escucharnos—
el pareado: “Vi jugar a los chicos al
“escondiche” / alrededor de la barriga de Boliche”. Se creía feroz, pero
era una gran persona que solía darnos aprobado general.
Entre los más temidos, por su carácter agrio, figuraba el profesor de
Agricultura, don Gonzalo Fructuoso Tristancho. Era un hombre enfermo que, en
contraposición con el anterior, daba suspensos por cualquier cosa baladí.
También temido, aunque más justo, era don Abilio Rodríguez Rosillo, que fue
director durante muchos años. De raro carácter, era el profesor de francés, don
Acisclo, con fama de hueso. Entre los más justos, aunque exigente, figuró don
Antonio Silva y entre los buenos, como el pan, don Eugenio Frutos.
No obstante, entre los profesores más raros —aunque era un verdadero
sabio- figuró don Agustín Bravo Riesco, sacerdote salmantino, al que por su
físico simiesco apodábamos “El Mona”,
mote que por otra parte a él no le importaba gran cosa. Era profesor de Lengua
y Literatura y las anécdotas que de él cuentan son numerosísimas. Era de los
que hacía cantar a un alumno en pleno examen y si lo hacía mal, él se lo pasaba
en grande.
En una ocasión en que los de atrás andábamos alborotando, se le
ocurrió decir: Ese banco, a la calle, y en efecto, sacamos el banco a la calle
y volvimos a la clase, sin que a él le sentara mal.
Diario HOY, 29 de junio de 1983
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