Los primeros heladeros que hubo en Cáceres fueron los hermanos Pina,
que ponían su carrito de helados en la Plaza de San Juan, frente a donde están
hoy los escaparates de Mostazo, y vendían “al
menudeo” helados medidos por una máquina manual, cuyo grosor indicaba el
precio de los mismos. Eran helados rectangulares, con dos galletas, una que
servía de base y la otra de tapadera siendo los más corrientes los de cinco
céntimos; los de “lujo” costaban diez
y los de “superlujo” —que abarcaba
casi todo el contenido del medidor— treinta céntimos y solo se tomaba en
ocasiones excepcionales cuando la familia festejaba algo.
También “Los Neguinos”, mote
cariñoso con que se conocía a una familia, se dedicaban a los helados, aunque
su fuerte era la venta de golosinas.
Lo que yo no me atrevería a decir es si los niños de ahora se lo pasan
mejor que nosotros cuando éramos niños y no había la sociedad de consumo de ahora.
Ahora por la superabundancia de todo, se estiman menos estas cosas porque tanto
los helados como las golosinas y chucherías están a la orden del día y no
suelen apreciarse.
Entonces se vivía más estrechamente, y las “delicias” veraniegas se ceñían a cuatro cositas que ahora no
complacerían ni al niño más indigente. Además, la “búsqueda de la peseta” por parte de estos artesanos del helado era
más constante. Recuerdo que por las siestas, alguno de estos industriales,
heladera en mano, recorría las calles pregonando: “¡Helado, al rico helado!” Y muchas familias que acaban de comer,
bajaban con un plato para, por unos céntimos, tener un poste excepcional. Esto
y también la venta callejera de las “sandías
colorás” y melones dulces, que se pregonaban “a raja y cala”, eran el postre habitual de las familias cacereñas
que ni tenían aire acondicionado, ni nevera y solían apreciar más estas “delicias heladas” que lo que las
apreciamos ahora.
También hay que decir que el verano era más duro, o al menos nos lo
parecía, y que las siestas había que pasarlas en la frescura del zaguán de la
casa o en la de la casa del vecino; ya que el “tomar el fresco” también era una forma simple de convivencia.
Más tarde, el crecimiento del nivel de vida —que hay que agradecer—
nos hizo más exigentes. Contar hoy estas cosas es más un recuerdo a lo vivido y
no un deseo de que vuelven. Si se quiere, vivíamos entonces de forma más
espartana y éramos tan felices o más que ahora.
Otro tipo de helados, ya que de helados hablamos, era el que los niños
comprábamos en los carrillos y que no era más que hielo extraído de una barra
con una especie de cepillo metálico, cuyo contenido se echaba en un barquillo
en forma de barquito al que se adicionaban una gotas de jarabe verde o rojo,
según se quisiera el sabor de menta o fresa. Aquello no sabía más que a hielo,
pero a nosotros nos ilusionaba…
Esos fueron los primeros helados que conocimos los cacereños de entonces,
quizás peores que los de ahora, pero que a nosotros nos parecían mejores.
Diario HOY, 28 de julio de 1983
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