Ya de una forma oficial, el domiciliar las cuentas y pagar a través de
ellas, nos va a costar los cuartos. Esta fue una operación a largo alcance de
las entidades bancarias. La aceptamos porque nos era más cómodo, no era
obligación domiciliarlas y nos salía gratis, pero la entidad bancaria trabajaba
gratis de momento y aparentemente, para convencer al incauto de la apertura de
una cuenta por propia comodidad. Pero el banco trabajaba para el futuro (el
suyo, claro) y tenía que convencer a todos los que tenían recibos que cobrar de
que el nuevo sistema era el mejor. Los que tenían recibos que cobrar tragaron
porque se ahorraban un cobrador y un tanto por ciento que pagar. Es más, los que
tenían “mando”, como los
ayuntamiento, presionaron a sus administrados para que domiciliaran las
cuentas: “O las domicilia usted
—parecían decir— o viene a pagarlas
personalmente, o le echamos a la ejecutiva” (como si la ejecutiva fuera un
perro que se azuza o “apicha”, como
se dice por aquí). Total, que cuando todos tragamos, el banco se dijo, (la gran
banca, que es la que tiene más barbas), “Ya
están todos en el garlito y ahora vamos a cobrarles por los servicios, y si no
quieren que vuelvan a los métodos antiguos”, y se frotaron las manos cuyos
huesos trepidaron como castañuelas, porque la gran banca tiene unas manos muy
largas y afiladas, y hasta echaron una risita cacareante, como el avaro de las
obras de Molière.
¿Qué nos queda que hacer a los administrados, a los hombres de la
calle?, pues nada más que lo que yo intento hacer: convertir todo esto en un
cuento triste de Navidad o Reyes, y no volver a fiarnos del que dice que nos
hará las cosas gratuitas, o que nos dará duros a cuatro pesetas. Es la larga
historia del timo consentido, pero así es la vida, hermano, resignación.
Diario HOY, 6 de enero de 1985
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