Hay una anécdota sobre Carlos V, quizás poco conocida, y que según
dicen recoge Rodrigo Alemán en su magnífica sillería del coro de la Catedral de
Plasencia, donde en una de las tallas se ven unos pellejos de vino, de cuyas
bocas salen cabezas de hombres. A dicha escena se la suele llamar “Los borrachos de Cuacos” y de ella se
cuenta, lo que a mí me han referido y, de memoria, voy a recordar para ustedes.
Cuando en noviembre de 1556 el emperador Carlos V llega a Jarandilla,
primer alojamiento mientras le preparan el del monasterio de Yuste, viene muy
enfermo y padeciendo gota, enfermedad en la que un roce o un movimiento
desencadena un dolor inmenso y le han preparado lo mejor que hay para poder
trasladarle a mano por aquellos vericuetos que, por aquel entonces, son
verdaderos caminos de cabras. Se le traslada en una silla o litera cubierta
—que está expuesta en Yuste— que cerrada tiene la apariencia del chasis de un “seiscientos”, que en vez de ruedas
termina en brazos como los de las andas de llevar los santos. Pues bien, para
llevarle por aquellos accidentados caminos se contrató a unos expertos de
Cuacos, que fueron los que llevaron a hombros, o a mano, la litera del
emperador. Hemos de tener en cuenta que hasta nuestros días ha llegado un
refrán que pone de manifiesto lo difícil que debería ser en aquel entonces
conocer aquellos lugares, y menos viajar por ellos. Cuando se quiere decir de
alguien que sabe mucho, que ha visto mucho mundo, suele decirse: “Este sabe a Cuacos y a Yuste”. Pues por
esos perdidos caminos llegó el emperador allí, y tan magníficamente, que ofreció
a sus transportistas la gracia que quisieran pedirle, y ellos, que era hombres
sencillos y sin ambiciones, le pidieron un pellejo de vino para cada uno, como
pago del servicio.
Diario HOY, 17 de abril de 1985
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